Este mes voy a tratar de un tema que si bien está de actualidad entre los aficionados del fútbol, es de aplicación también el el baloncesto; se trata del papel del público, de aplausos y abucheos desde las gradas. Muchos se quejan de que el público no anime a su equipo, otras veces se quejan de que se pite o se abuchee, mientras la otra parte de la afición defiende la corrección de permanecer en silencio o abuchear. ¿Es importante la intervención del público en el juego? ¿Debe o puede participar el público?
Que el público influye en el juego queda claro por cada vez que la presión que ejerce empuja a los árbitros a errores a favor de su equipo en jugadas dudosas, en las reacciones que se producen tras técnicas cuando el público se calienta y cada vez que un entrenador o jugador alaba determinado pabellón por el ambiente que genera o comentando en las retransmisiones hace constar que el público se nota. Esto quiere decir que un público que anima a su equipo le ayuda a jugar mejor y uno que abuchee tiene efectos reales sobre la moral del equipo. Cuál sea el comportamiento de los aficionados no resulta indiferente para los jugadores. No es, por tanto, gratuito que aficionados, jugadores o entrenadores pidan apoyo al público, como tampoco que algunos se molesten cuando se abuchea o pita.
Los que abuchean se defienden a las quejas que les ponen que cuando han comprado la entrada se han ganado el derecho de mostrar su descontento claramente. ¿Es cierto esto? A mi juicio, no lo es. Ni siquiera lo es en el teatro, donde el espectáculo es lo principal, o sea, agradar al espectador. El baloncesto, como deporte, es en parte espectáculo y por ello agradar al espectador es algo que debe buscar en la medida de lo posible; pero es en primer lugar competición, luchar por la victoria y en tanto que es así, parte del agrado del espectador ha de ir encauzado a través de la mera competición por el objetivo que es la victoria, no simplemente que el espectador salga contento por criterios estéticos más o menos discutibles. Como se ha visto antes, la intervención del público afecta al rendimiento de los jugadores.
Un equipo de baloncesto es una empresa deportiva como cualquier otra empresa. Sus empleados trabajan para producir algo, en este caso victorias y títulos, idealmente de la manera más vistosa que puedan permitirse dentro de sus capacidades sin perder la opción de victoria (y con ello patrocinios, beneficios y supervivencia). Así que les propongo un experimento mental: Imaginen que son los presidentes de una empresa cualquiera, pongamos que fabrican coches. Supongamos que cuanto más optimistas y apoyados se sientan sus empleados, más coches producen, y cuanto más deprimidos fabrican menos y ganan menos o puede que lleguen a perder dinero. Supongamos también que los fabrican con un procedimiento especial que resulte estéticamente placentero, tanto como para que la gente desee verlo y usted haya decidido aceptar la entrada de personas no empleadas a ver cómo se hacen sus coches.
Pues ahora que se han formado el escenario, imaginen que la gente que entra en su fábrica se dedica a mirar en silencio cada vez que sus empleados hacen algo bien o con maestría; pero que en cuanto algo no les sale bien, empiezan a abuchearles, a insultarlos y a decirles que son unos inútiles y unos mantas, lo cual usted sabe que puede reducir severamente el rendimiento de sus empleados. ¿No lo verá entonces como un perjuicio? ¿No deseará entonces cerrar el acceso al público para que sus empleados puedan trabajar en paz y rendir como pueden sin tener a una masa comiéndoles la moral? ¿No clamará usted que ofrece entradas para que la gente pueda entrar en su fábrica a ver en vivo cómo se trabaja y no a que hagan polvo la moral de sus trabajadores? Exactamente lo mismo sería lo lógico en un equipo deportivo.
Además del símil, el argumento del derecho a pitar por comprar la entrada tampoco se sostiene ante un hecho básico de los derechos. Ese es que no se obtienen por dinero: se obtienen mediante el ejercicio del deber correspondiente. Es mediante el ejercicio de un deber como usted certifica que merece y debe recibir el derecho. Igual que por medio del deber de respetar la ley uno gana el derecho a la libertad y si no respeta el primero, pierde el segundo al ser encarcelado. La entrada no compra más que el poder estar presente en el pabellón para ver el juego en directo. El derecho a la pitada se obtiene ejerciendo el deber de animación. Si usted quiere poder abuchear a sus jugadores y decirles lo inútiles que le parecen cuando las cosas van mal, antes tiene que haber mostrado su disposición a mostrarles su apoyo animando y a premiar sus aciertos con aplausos cuando las cosas van bien o, simplemente, no van mal. Si es el jefe de esa empresa imaginaria y le dicen que los que hoy han abucheado a sus trabajadores, han estado jaleándoles cuando hacían las cosas bien y ayudaron en los buenos momentos, ya no estará tan cabreado por el comportamiento del público y en vez de verlos como unos saboteadores sin respeto, los verá como unos clientes honestos que están dispuestos a no entorpecer su negocio y si ahora muestran su descontento es porque tienen motivos.
Pero tal como en un pabellón entran también aficionados del equipo rival y además no hay nada al respecto escrito en las entradas, el deber de animar no es obligatorio con la entrada. Si los que entran en esa empresa observan en silencio, el presidente estará satisfecho con los ingresos y no se molestará porque no se apoye.
Así pues, cuando un aficionado compra una entrada, compra la posibilidad de ver el partido en vivo en el pabellón, nada más. No recibe la obligación de animar y aplaudir al equipo. Mas si desea mostrar su descontento cuando las cosas vayan mal, ha de ganarse el derecho a ello por medio del deber de mostrar su apoyo y su satisfacción cuando las cosas van bien. Lo que no es aceptable es mirar como una estatua en los buenos momentos y convertirse en una bocina insultante cuando las cosas van mal.
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