Fernando Martín es una mera sombra en la caverna para mí. Atado, como estoy, por las cadenas de mi juventud y anclado, como me hallo, a esta nueva era de baloncesto global y españoles por el mundo, mi visión del ídolo reposa en lecturas y comentarios de quienes sí le vieron jugar, en vídeos de colores tostados en los que aparece, imponente, su figura en el centro de la zona en medio de la humareda reinante en aquellos pabellones que eran, en realidad, salones sociales donde se degustaba deporte y se departía de política y vida cotidiana, los dos grandes pilares de esa España de los 80 aún inocente y bisoña. Crédula en el buen sentido de la palabra.
Hoy, veinticuatro años después de su muerte, es necesario rendir tributo al pionero. Pionero en una triple vía, pues no sólo su viaje a la NBA supuso una ruptura con lo anterior, sino que a él le debemos también la profesionalización del baloncesto en nuestro país y el incremento de su popularidad. Y es que Fernando, no por lo que recuerdo, sino por lo que me cuentan, leo y veo, era una estrella del rock and roll que caminaba con paso firme entre las arenas movedizas de la prensa del corazón, entre aficionados, sobre todo aficionadas, que querían comprobar su esbeltez y, sobre todo, una estrella del rock and roll que sabía que cada tarde, en cada pabellón, pasaba una reválida ante sí mismo y su exagerado nivel de exigencia.
No por recordados, también en otros artículos publicados en esta misma web, puedo dejar de mencionar aquellos duelos con Audie Norris en los que firmaron a base de sangre, sudor y testosterona notas imborrables de baloncesto en su esencia más pura, lecciones de ganar la posición para recibir o bloquear un rebote, lecciones de vida, al fin y al cabo, pues no se trataba sólo de vencer, sino de sobrevivir.
Supervivencia, de eso mismo trató el viaje a Portland, ese encuentro con el nuevo mundo. Nuevo que no bondadoso o abierto. Nuevo, que no sencillo ni amable. Reconvertido a la posición de alero, alejado de su hábitat natural y enfrentado, en cada entrenamiento, con compañeros mucho más rápidos, su papel no pasó de testimonial en un equipo que, comandado por Clyde Drexler, necesitaría de cinco años más para alcanzar las finales de la NBA. Pero qué mérito tuvo osar dar el salto, viajar a lo desconocido y poder contárselo después a sus compañeros de plata en Los Ángeles y en el Europeo de Nantes, a los Epi, Corbalán y compañía, sus principales admiradores.
Qué meritoria carrera, qué palmarés más completo y lustroso. Cuanto amor concentrado en sus venas y repartido en cada acción, por insignificante que pudiera parecer en el devenir de una carrera. Y qué triste final. En la carretera, en una tarde fría y gris en Madrid. A los 28 años, como Petrovic, con sólo uno más que el jugador de los Celtics Reggie Lewis. Con mucho, al igual que en los otros casos, que luchar aún, que escribir y soñar sólo o en compañía de los suyos.
Pero con mucho hecho, y de ahí que le recordemos. Con mucho escrito y grabado en formatos analógicos o digitales, en la memoria, que es lo importante. Fernando Martín superó los límites que definen al buen jugador para ser un ídolo. Un ídolo, que por lo mucho que brilló en vida y por lo huérfanos que dejó los corazones de sus aficionados el día de su muerte, bien merece ser considerado una leyenda.
En JordanyPippen nos interesa tu opinión