“Todos los entrenadores que he tenido me pedían que tirara más. Está bien, tienen razón. Es el principal problema de mi juego, pero yo quiero que mis compañeros toquen la bola, que sientan que están dentro del partido. Y es que, tarde o temprano, terminas necesitándoles a todos.”
El vecino amable. El yerno ideal. El perfecto anfitrión. El base que todos quisimos ser algún día, aunque sólo fuera jugando un partido con amigos. También un hombre perseguido por la sombra de la sospecha, por las sombras, en definitiva, que nos envuelven a todos para cegarnos de vez en cuando. Porque amar el baloncesto es tarea sencilla. Es un acto de entrega continua que encuentra, tarde o temprano, la recompensa. En cambio, amar a una mujer, ése sí que es asunto complejo. También de entrega, tal vez, pero poliédrico. Nunca esférico.
Nada de esto sabía, ni nada se preguntaba, el pequeño Jason cuando soñaba ser John Wayne montando a caballo junto a su padre en su California natal. Quizá las perennes nieblas de la Bahía tuvieran algo de premonitorio, no lo sé, pero lo cierto es que bajo su manto fue creciendo y perfilándose la figura de uno de los mejores jugadores de la historia del estado. En St Joseph, su instituto, consiguió dos títulos estatales promediando, en la búsqueda del segundo, 25 puntos, 10 asistencias, 7 rebotes y 7 robos de balón por encuentro. Ya se vislumbraban las características que le acompañarían durante toda su carrera. Ya afilaban sus plumas los críticos poniendo en solfa su escaso acierto en los lanzamientos. Mientras, al público le bastaba con un par de interjecciones u onomatopeyas para referirse a su juego. Los “ohhh!” y los “alaaa!” fueron la banda sonora habitual de todas las canchas por las que pisó el aún imberbe y ya genial Jason Kidd.
“Le falta parque” sentenció un día su mentor e ídolo Gary Payton, estrella del basket de playground en Oakland, a escasas millas de donde vivían los Kidd. “No sabe nada del baloncesto que se juega en la calle, de tipos que te hablan constantemente y cuestionan tu hombría”. Y al parque que se fue Jason para terminar de pulir su carácter.
En el verano de 1992 Jason Kidd anunció que rechazaba la oferta de Kansas para matricularse en la Universidad de California, Berkeley, un programa de baloncesto que no visitaba el Torneo Final de la NCAA desde los años 50. Quería que sus padres pudieran acudir a los partidos. Y allí, como iba a ser norma habitual a lo largo de su carrera, logró la primera tranformación milagrosa de un equipo tachado, con justicia histórica, de perdedor. Con él los Golden Bears alcanzaron el Torneo Final y, además, le infligieron a los archifavoritos Blue Devils de Duke la primera derrota en tres años. Un segundo año de éxitos a nivel individual y colectivo puso el broche de oro a su carrera colegial. Con la vitola de mejor jugador de la Pac-10 y tras haber sido elegido como All America (cinco mejores jugadores universitarios del país) el número 2 del Draft vino a colmar las mejores aspiraciones.
Dallas sería su destino y, los Mavericks, su primer gran reto como profesional. La franquicia, aún en sus primeros años de vida y tras un primer ascenso a la cumbre durante los años 80 que supo a poco, se preparaba para reconstruir en torno al base californiano. Dos aleros, Jimmy Jackson y Jamal Mashburn acarreaban el peso anotador, pero, sin lugar a dudas, la ausencia de interiores de garantías (no lo eran ni Roy Tarpley ni Donald Hodge. Ni siquiera el esforzado Popeye Jones) supuso un lastre demasiado grande. A pesar de ello la llegada de Kidd tuvo un impacto inmediato en las estadísticas del equipo. De 13 victorias se pasó a 36 y, lo que es aún más importante, por el Reunion Arena pasaron 150.000 personas más de lo que lo habían hecho la temporada anterior.
Parecían olvidados los altercados que alteraron su paz durante el verano previo a su llegada a la liga. En menos de dos meses Jason Kidd admitió ser el padre de un niño con el consiguiente pago de una pensión para la manutención del menor, quedó libre de cargos en la acusación de haber golpeado a una mujer durante una fiesta y pagó la multa correspondiente por haber abandonado el lugar en el que sufrió un accidente de coche antes de que llegara la policía. Nada de esto le impidió compartir los galones de Rookie del Año junto a Grant Hill.
Las cosas ya no marchaban bien cuando se produjo el incidente que terminó por encender el fuego de la discordia en los Dallas Mavericks. Cuentan las crónicas de la época que a Jimmy Jackson no le gustaba el incremento en el número de tiros que reflejaba la estadística de su compañero Mashburn, del mismo modo que no le gustó, durante un partido en Salt Lake City, que Scott Brooks, actual entrenador de Oklahoma City Thunder, no le pasara una bola. Así, con veinte puntos arriba y durante el descanso, ambos jugadores estuvieron a punto de enzarzarse en una pelea. Jason Kidd se lavó las manos y las utilizó para cubrirse la frente y huir mentalmente de semejante espectáculo. Los Mavericks, claro, dejaron escapar la renta y perdieron el partido. Pero todo se agudizó, algún día lo reconocerán los protagonistas, aunque hasta ahora siempre hayan querido correr un tupido velo al respecto, el día en el que la cantante Tony Braxton, belleza de rasgos latinos y voz de contralto, apareció caminando de la mano de Jimmy Jackson en el hall de un hotel en Atlanta. Todo correcto salvo porque la cita no era con Jimmy. Era con Jason.
De este triángulo amoroso derivó una pobre temporada de 22 victorias, un triste resultado para un proyecto que, ilusionante, terminó derrumbándose de la mano de unos pocos pecados capitales, de unos cuantos malentendidos y de una notable ausencia de liderazgo. Aquel Kidd no era Kidd, sino su circunstancia. Los medios quisieron ver en su falta de motivación una pobre manera de afrontar el trabajo y una incapacidad absoluta para liderar un proyecto. Hicieron de la parte el todo, de la circunstancia la esencia. Y se equivocaron.
Se equivocaron porque en Phoenix, en el estado de Arizona, dirigido por Danny Ainge e inspirado por un ambiente de trabajo ejemplar, volvió el mejor Kidd, el que se fue sólo por un tiempo para regresar más fuerte y motivado que nunca. Los Suns, de la mano del base californiano, practicaron un baloncesto de ritmo frenético y se colaron en playoffs después de haber empezado la campaña con un poco esperanzador 0-8. De nuevo la generosidad del juego de Kidd, la simpleza con la que remataba las transiciones y el fervor con el que se aplicaba en tareas más oscuras como la defensa o el rebote, inspiraron al resto de compañeros para situarse, como sus equipos anteriores, en los límites marcados por el talento
En Phoenix, en un acto social, conoció Jason Kidd a su esposa, Joumana, madre de tres de sus seis hijos reconocidos, diana de los besos que lanzaba al aire al enfrentarse a los tiros libres. Besos de reconciliación después de sonoras peleas, de bofetadas reconocidas que le ocasionaron el merecido desprecio por parte de las aficiones rivales. Besos y bofetadas que acabaron, años después, en un divorcio a petición del jugador, quien se basaba en el carácter paranoico y extremadamente celoso de su esposa, esposa que, claro, respondió con otra demanda en la que señalaba a strippers de toda edad, condición y lugar, a cheerleaders y mujeres de vida más o menos disoluta, como víctimas del perfume que desprende este presunto seductor.
Pero volvamos al baloncesto. Tuvieron que conformarse los Suns con ir haciendo buenas temporadas regulares para luego toparse con Seattle, LA Lakers, Portland o Sacramento en el muro de los playoffs. Ni siquiera la llegada de Penny Hardaway mejoró las cosas. Sus continuas lesiones le impidieron formar junto a Kidd una dupla de bases para el recuerdo. La suma de frustraciones desembocó en un sonado traspaso que básicamente consistió en que Jason se iba para New Jersey a cambio de Stephon Marbury. “En Phoenix se han vuelto locos”, declaró Kobe Bryant al conocer la noticia.
Locos, pero de alegría, se volvieron Richard Jefferson, Kenyon Martin, Kerry Kittles o Keith Van Horn entre otros. Esa nómina de jugadores mediocres empezó a soñar con contratos multimillonarios, eliminatorias de playoff e, incluso, finales de la NBA por la simple llegada de Jason. Y así fue. En la esquina pobre del Estado, donde apenas se escuchan los ecos de la Gran Manzana, se empezó a hablar de baloncesto. En el Prudential Center se sucedían los vuelos sin motor de Jefferson y Martin, los triples de Kittles y Van Horn. Cual hinchada de Estudiantes, los fieles seguidores de East Rutherford empezaron a gritar “somos el primer equipo de New York”. Bueno, en realidad no. Pero lo eran.
A pulso se ganaron los Nets, por muy débil que fuera su conferencia, disputarle el anillo en años consecutivos a Lakers y Spurs. En ambos casos pagaron la novatada de enfrentarse a O´Neal y a Duncan sin escudos antimisiles. Y claro, fueron vapuleados en la zona.
Ya divorciado y tras varios años de honrado baloncesto en New Jersey, aunque ya sin aspiraciones de título, Jason Kidd regresó a Dallas. A un ambiente, eso sí, muy diferente del que dejó. En la Dallas de 2008 ya no se lloraba por mujeres ni por petróleo. Se vivía por y para el baloncesto. Las heridas contraídas tras las finales de 2006 y la eliminación a manos de Golden State Warriors en 2007 tras firmar el mejor récord de la temporada regular, debían ser cerradas. Y por baloncesto se terminó llorando en junio de 2011, después de que Dirk Nowitzki nos obsequiara con una de las actuaciones individuales más brillantes que se recuerdan. Y Kidd fue esencial. Volando bajo, pensando rápido. Andando. Kidd fue decisivo en el lado de la cancha donde se conquistan los campeonatos. Redujo a Kobe, martirizó a Durant y a Wade. Volvió loco a Lebron. Donde ya no le llegaban las piernas, acudían las manos al rescate. Quién lo iba a decir.
A sus 38 años, después de dos oros olímpicos en Sidney y Pekín, consiguió añadir el título de campeón a su inmenso currículum y, entonces, en la intimidad del vestuario recordó la frase con la que su padre, muerto en 1999, le respondía cuando le decía que algún día conseguiría el anillo: “Las cosas no siempre suceden cuando queremos que sucedan, pero si lo deseas y trabajas para ello, algún día terminarán llegando”.
Ahora, tras un año de baloncesto en los Knicks y sin apenas tiempo para digerir su retirada, Kidd se enfrenta a su primer gran reto como entrenador. Al mando de alguno de los mejores jugadores con los que ha compartido pista, el base californiano deberá transmitirle a su equipo la generosidad con la que él mismo concibe el juego. Quizá, de esta manera, los Nets revivan los tiempos de gloria con los que, no ha muchos años, les obsequió su actual entrenador.
Su segunda plaza histórica en asistencias y robos de balón, así como el tercer puesto en triples dobles y triples anotados son aval suficiente como para colocarle en el estrellato de la liga. Los dos premios consecutivos a la deportividad un homenaje merecido a sus esfuerzos por devolverle a la comunidad todo cuanto ésta le ha anticipado. O quizá, quién sabe, una campaña de lavado de imagen para un hombre que supo dominar la esfera que define la esencia del baloncesto, pero no las múltiples caras que lo rodean. Caras que, en su caso, adquieren la inquietante silueta de una bella mujer.
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