Nunca estuve tan cerca de un genio. Figurada y literalmente. En el espacio, en el tiempo y también en esa otra dimensión que viaja en el interior de cada uno de nosotros, la empatía. Él era mi primera búsqueda en la Revista Gigantes y la principal motivación para ver partidos ACB en los noventa. Él era, y finalizo el soliloquio, Oscar Schmidt Bezerra.
Sin embargo, nada tiene que ver el Oscar que yo conocía, aquel que apuraba sus últimos años de baloncesto en Europa jugando en Valladolid, con el Oscar que ya para entonces era un ídolo en el país futbolero por excelencia, en el paradójico Brasil del todo o la nada. Su estatura y su punto de gravedad excesivamente elevado actuaron como mecanismos de selección, pero hicieron falta muchas horas de entrenamiento para que estas cualidades pudieran lucir en la cancha. Y es que no le llaman a uno “Mano Santa” por ser alto, apuesto y espigado. En su camino desde Natal a Sao Paulo, durante su periplo por las canteras de grandes equipos de Brasil como el Palmeiras, se sucedieron miles y miles de lanzamientos en solitario o con la inestimable ayuda de quien hoy es su mujer.
Como es habitual en esta raza privilegiada de hombres, Oscar también fue precoz. A los 19 años ya estaba jugando con la “verde-amarela” y con sólo 21 fue parte fundamental del triunfo del Sirio en el Campeonato Mundial de Clubes, tal vez, en términos cuantitativos y comparativos, el mayor de toda su carrera. Su estancia en la selección se prolongaría durante diecisiete años en los que conseguiría tres campeonatos sudamericanos y, sobre todo, vencer en una noche histórica a los Estados Unidos en Indianapolis, en la final del Campeonato Panamericano de 1987, contra una selección universitaria, sí, pero en la que ya destacaban algunos nombres como los de David Robinson, Keith Smart, Danny Manning, Rex Chapman o Dan Majerle. Lo consiguieron tras remontar quince puntos de desventaja en poco menos de quince minutos. Quince minutos que acompañados con el fracaso norteamericano en Seúl bien pudieron significar el nacimiento del Dream Team de Barcelona.
Aquella será para siempre su victoria más recordada. Por la trascendencia y por su grado de implicación en aquella selección dirigida por Ary Vidal, su padre deportivo y espiritual, mucho más que un simple entrenador para Oscar, el verdadero Antonio Díaz Miguel de la tradición canarinha. Sin embargo, de aquellos diecisiete años, el aficionado, su memoria selectiva e idólatra, rescatará los récords de anotación, la obscena media de 41,9 puntos en los Juegos de Seúl o los 34,6 de los Campeonatos del Mundo de 1990 y los infinitos títulos de máximo anotador en Italia, España y a su regreso en Brasil.
Con estos números uno sólo puede preguntarse por qué. ¿Por qué no jugó nunca Oscar Schmidt Bezerra en la NBA? ¿Tan ciegos estaban? Él mismo lo explicaba de la siguiente manera durante la ceremonia de entrada en el Hall of Fame de Springfield este pasado verano: “Fui elegido por los New Jersey Nets en la sexta ronda, sexta ronda (repetía queriendo enfatizar tamaña afrenta), detrás de 143 jugadores. Aun así decidí ir a probar y enseñarles lo que se iban a perder. El primer día, en un inglés no muy bueno me dirigí a mi entrenador para decirle: Aquí tienes un jugador de punto por minuto. Y no le mentí. Participé en cinco amistosos, jugué veinticinco minutos en cada uno y metí veinticinco puntos. Después de aquello llegó éste me ofreció un contrato no garantizado. Le dije: Gracias, pero no. Si juego un minuto para ustedes no podré jugar ni un sólo minuto más con mi selección.”
El ridículo de los Nets a la hora de ponderar el talento de Oscar favoreció la llegada del brasileño a una Europa que, en los primeros años de la década de los 80, dominaban el Maccabi, el Real Madrid y, sobre todo, equipos italianos como el Pallacanestro o la Virtus. Italia, precisamente, sería su destino. Allí, claro, consiguió siete títulos de anotación, maniató a todos cuantos osaron defenderle y se labró la amistad de un entrenador duro como pocos, Bogdan Tanjevic. A nivel colectivo sólo pudo alzarse con la Copa de 1988, una Copa que les dio derecho a participar en la Recopa de 1989, una Recopa en la que fueron eliminando rivales hasta citarse en la gran final con el gran favorito de la competición: el Real Madrid del mito más elevado del baloncesto continental de todos los tiempos: Drazen Petrovic (acompañado de los Martín, Rogers, Biriukov,…)
El Madrid y la Snaidero de Caserta ya se habían enfrentado en la fase de grupos con dos victorias españolas, una rotunda en el Palacio y otra más ajustada en tierras transalpinas. Sin embargo, aquella noche de Atenas estaba llamada a ser una noche diferente, especial. Una de esas noches en la que los precedentes no sirven de indicios y en la que las estrellas están llamadas a brillar con más fuerza que nunca. No se ausentó la polémica. Con empate en el marcador los árbitros señalaron una falta a favor de los italianos para después decretar que estaba fuera de tiempo. El partido se fue a la prórroga y en ella el Madrid fue mejor. No defraudaron tampoco los genios. Oscar martilleó el aro madrileño, sacó del partido a Rogers y le enseñó a Cargol de qué va esto del baloncesto. Petrovic, directamente, sacó el manual de técnica individual y dejó una marca de anotación, 62 puntos, que resulta insultante (sospechosa para quienes desacreditan el baloncesto de esta época por la falta de defensa) desde la óptica del baloncesto actual.
Oscar perdió aquel duelo anotador, ese duelo a la luna de Atenas que tanto se parecía al que meses antes habían librado su gran ídolo, Larry Bird, y Dominique Wilkins en el Garden de Boston (El conocido como Duelo al Sol). Pero Oscar sabe muy bien que ahora, diagnosticado con un tumor cerebral, hay batallas más importantes que ganar. Y es que ganarle a la muerte representa poder seguir disfrutando de la familia, del baloncesto y de todos los recuerdos que esculpió punto a punto, lanzamiento a lanzamiento. Su país y todos quienes le admiramos deseamos que se recupere y que pronto pueda volver a deleitarnos con un discurso tan brillante como éste con el que se ganó el cariño de los suyos, el respeto, y también las lágrimas, de los dioses de la canasta.
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