Basta una fugaz ojeada a su retrato para comprender que Theodoros Papaloukas no podía haber nacido en otro lugar que no fuera Atenas. Los ojos, pequeños, su nariz a dos aguas y su perfilada barbilla dotan a su rostro de un carácter ineludiblemente griego. Estoy convencido que, de haber habitado en la Antigüedad Clásica, podría haber cultivado cualquiera de las artes liberales, ser geómetra o gramático, filósofo o músico. De hecho, a su manera, teniendo en cuenta el tiempo en el que le tocó vivir, sacó a relucir su sabiduría en el deporte que mejor combina el arte y la ciencia, el baloncesto.
No fueron sencillos los inicios. Papaloukas nunca destacó entre sus compañeros de generación y, pese a vivir en la capital del país, sede de los dos grandes equipos del mismo, hubo de arrancar el camino jugando para clubes modestos, ante aficiones, eso sí, igual de ruidosas y comprometidas con los colores. Después de jugar para el Ambelokipi, el Dafni y el Panionios, en 2001, con 24 años de edad, consiguió cumplir uno de sus sueños de infancia, enfundarse la zamarra del Olympiacos del Pireo.
No duró mucho su aventura. En 2002 sellaría su pasaporte camino a Moscú, vertiginosa urbe, para jugar en un histórico del continente, un CSKA que ya contaba por décadas los años que habían pasado desde la conquista de la última Copa de Europa. Y de nuevo, allí, un sigiloso ascenso desde los últimos puestos del banquillo hasta el rol que mejor se adaptó a sus características. El de sexto hombre.
Theo sentía que podía aportarle más al juego partiendo como suplente, encabezando la primera reacción del equipo si las cosas no iban bien o profundizando en las heridas que, todavía superficiales, empezaban a amenazar la salud del conjunto rival. Desde esa posición privilegiada comprendió los puntos flacos de un Maccabi que, en aquel 2006, parecía inexpugnable de la mano de los Anthony Parker, Nikola Vujcic o Maceo Baston. Allí, en Praga, con sus 18 puntos, se coronó como MVP de la Final Four y principal contribuyente del retorno a la gloria del equipo del Soviet, un equipo, por cierto, que pese a contar con grandes individualidades como Holden, Smodis, Andersen, Langdon o el propio Papaloukas, siempre destacó por la solidaridad con la que desplegaban esfuerzos en defensa.
Si 35 años hubo de esperar el CSKA para recuperar el trono continental, sólo 18 años habían transcurrido desde que Gallis se pusiera el disfraz de superhéroe en el Campeonato de Europa de 1987. En 2005, en Serbia, de la mano de Giannakis, Grecia, jugando a una media de 65 puntos, logró imponerse a Alemania en la final después de haber superado por un único punto a la Francia de Tony Parker en las semifinales. Y no de cualquier manera.
Con 53-60 abajo a falta de un minuto, de nuevo Papaloukas, sintiendo el peso de la responsabilidad de todo un pueblo y buen conocedor de lo esquivas que son estas oportunidades, tomó las riendas y se lanzó hacia el aro sin reservas. Los fallos en los tiros libres de Parker y Rigadeau, emblemas ambos del baloncesto galo, permitieron que la renta se hiciera cada vez más pequeña. Una canasta de Theo llevando al poste a Tony Parker y un triple milagroso de Diamantidis, el alumno aventajado, consumaron una tragedia que los titulares de los periódicos griegos quisieron definir a través de adjetivos que atufaban a testosterona. Pero no lo olvidemos, en el fragor de la batalla, entre cuerpos sudorosos e ideas un tanto opacas, triunfó la lucidez del ateniense, la sabiduría y el compendio de lectura y experiencia del que, a la postre, sería nombrado mejor base del campeonato. Theodoros Papaloukas.
Pero la mayor hazaña estaba aún por engendrarse. Sucedió en Japón, un año más tarde. Al grupo del Eurobasket de Serbia se unió un joven Schochianitis, un camerunés de padre griego que había impresionado al seleccionador con sus portentosas actuaciones en Euroliga. La madurez de Spanoulis y Diamantidis junto a la recuperación del mejor Fotsis se convirtieron en motivos añadidos para soñar.
El equipo, más seguro de sí mismo, practicó un baloncesto de ritmo notablemente más ágil basado en el arte del pick and roll central y del juego interior-exterior. Grecia explotó al máximo la figura del cuatro abierto, la amenaza constante de tiro que suponían para las defensas oponentes Fotsis o Kakiouzis. Tras firmar una hoja de ruta impoluta en la fase de grupos, el equipo vapuleó a China en Octavos y venció, esta vez sin apuros, a Francia en Cuartos. Sin embargo, el cuento parecía llegar a su fin cuando en semifinales se toparon con la siempre temible selección de Estados Unidos.
Una selección, eso sí, capitidisminuida, con la añeja prepotencia que, aún los bochornos de Indianapolis o Atenas no habían podido curar. Asustaban los nombres, pero sólo Carmelo estuvo a la altura. Amenazaban con defender, pero era sólo eso, una amenaza. Aquella clase magistral de cómo aprovechar las ventajas derivadas de un pick and roll sonrojó a los gurús del baloncesto en Estados Unidos y, por el contrario, sirvió para que los integristas del “tacticismo” europeo sacaran pecho. Conocida la aversión de los norteamericanos a las ayudas y a las rotaciones defensivas, sabiendo que no utilizarían más de dos hombres para defender esa situación, Grecia inició cada ataque con un bloqueo directo en lo alto de la bombilla. Daba igual quién lo jugara. Tanto Spanoulis, como Diamantidis y, por supuesto, Papaloukas (12 asistencias), sabían encontrar el agujero en el interior de la zona, en la continuación abierta hacia el triple o en el lado débil, toda vez que a los de Coach K les dio por cerrar su aro. Y así, confiándose a la vulgaridad de los ataques de aquella triste representante del mejor baloncesto del mundo, a sus fallos en el lanzamiento exterior y a su indisciplina defensiva, llegó la victoria griega y, con ella, la oportunidad de sumarle al Europeo del año anterior el Campeonato del Mundo. Pero, por suerte, esa parte de la historia ya la conocen.
Sin llegar a bajar el nivel y aun manteniendo, siempre, el tono competitivo que les hace reconocibles en cualquier tipo de competición, lo cierto es que los resultados nunca volvieron a ser tan buenos. Los partidos igualados se escapaban y, con ellos, también, las oportunidades de hacer historia. Historia, por el contrario, que Theo Papaloukas siguió haciendo en el CSKA y también en Olympiacos y Maccabi, aunque en éstos a escala nacional. En la Navidad de 2012 regresó a Rusia para, en junio de este año, apenas hace un mes, decir adiós definitivamente al baloncesto. Adiós con las alforjas repletas de títulos colectivos y reconocimientos individuales. Adiós con el agradecimiento eterno del buen aficionado.
Y es que ni siquiera el galardón de mejor jugador FIBA en 2006, su doble presencia en el mejor quintento de la Euroliga y su nombramiento como mejor jugador de la competición en 2007 son suficientes para hacer justicia a su figura. Porque con Papaloukas, también antes con Bodiroga (con quien encuentro un razonable parecido) y en menor medida con Rigadeau, Europa se familiarizó con la figura del base alto, dominador desde su privilegiada atalaya de todo cuanto sucede en una cancha. Con el griego nos terminamos de dar cuenta de que, como diría el inmortal Manel Comas, no importa quiénes juegan de inicio, sino quiénes terminan el partido. Con él, simplemente, recibimos lecciones gratuitas de un baloncesto muy puro, muy clásico, muy griego. Ojalá, en su retiro, alguien le proponga fundar una academia para enseñar, en ella, todo lo que aprendió desde la constancia y la insistencia de quien no nació bendecido por el don, de quien se fabricó pieza a pieza un legado único e imperecedero. Muchas gracias señor Papaloukas.
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