Hijo único de padres exitosos, ricos y famosos, proyecto innegociable de estrella y protagonista involuntario de escenas bochornosas en alguno de los salones más elitistas del país. Grant Hill no decidió nacer en el seno de una familia bien, en el marco de una pintura real donde las reuniones con los amigos se posponen indefinidamente pues la única cita que importa es la que se tiene apalabrada, sin fecha ni hora, pero mejor pronto que tarde, con la gloria. Sin embargo, ahora que ha colgado para siempre las botas y, mientras ojea las fotos de sus dieciocho años de carrera junto a su esposa Tamia y su hija Myla, él mismo se da cuenta de su condición privilegiada. A pesar de las presiones.
Porque presiones hubo. No puede ser de otra manera cuando tu padre fue running back titular de los Dallas Cowboys campeones de la Superbowl VI, rookie del año y el primer hombre en alcanzar las mil yardas de carrera en una misma temporada. Y si detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer, aunque en este caso bien podría ser al revés, ésta no es una excepción. Janet Hill, graduada en matemáticas por Wellesley, letrada y cofundadora de Alexander y Asociados en 1981, es hoy en día una mujer pluriempleada que siempre educó a su hijo, y también a su marido, en los valores de la inclusión, la diversidad y la persecución de la excelencia.
Para Grant Hill, la sombra de su padre Calvin fue siempre demasiado alargada. Alargada e incómoda. Y es que para el hijo del ex jugador no fue fácil asistir como oyente a una charla ofrecida por su padre en la escuela, del mismo modo que no fue sencillo, tampoco, convencer a su progenitor para que no le llevara al entrenamiento en un lujoso coche de fábrica alemana recientemente adquirido.
Quizá, en la búsqueda de un modelo diferente de liderazgo y tratando de encontrar un lugar en la vida, y en el deporte, alejado del que otros habían trazado por él, el jugador optó por Duke, el programa comandado, nunca mejor dicho, por Mike Krzyzewsky y en el que Hill pudo respirar tranquilo sabiéndose segunda espada por detrás de nombres como los de Christian Laettner y Bobby Hurley. Por primera vez en muchos años Grant pudo dedicarse por completo a mejorar su juego y construir su propia personalidad lejos de los focos y los múltiples intentos por agradar a todo el mundo.
Fueron, aquéllos, años de esplendor para el baloncesto colegial. El primer gran conjunto de la historia de Duke coincidió en el tiempo con uno de los mejores equipos que jamás dirigió Dean Smith en la Universidad de Carolina del Norte (Rasheed Wallace, Jerry Stackhouse, Eric Montross, Jeff McInnis). Los torneos finales de la Atlantic Coast Conference nos regalaron algunos de los mejores partidos de la historia del baloncesto universitario. En sus cuatro años como “blue devil” Grant Hill cosechó dos campeonatos (1991 y 1992) y otra final, la de 1994, en la que cayó ante la Universidad de Arkansas con Corliss Williamson como mejor jugador.
Curiosamente, en aquellos años de rivalidad fratricida, Grant Hill empezó a escuchar voces, no sólo las de su padre, que le comparaban con el Tar Heel más famoso de todos los tiempos, un tal Michael Jordan. El 23 de los Bulls continuaba con su retiro activo en el béisbol y la liga, huérfana de anotadores en el perímetro, no estaba dispuesta a soportar que fueran los perros grandes, Ewing y Olajuwon, los que monopolizaran las luchas por el anillo. Y es que las batallas por la posición o, incluso, los unos contra uno en una baldosa, no venden zapatillas o camisetas. No, al menos, al nivel casi irreal al que había elevado Michael Jordan las cifras de venta.
Fue aquélla, la de 1994, una promoción fecunda y, aunque entonces nadie lo supiera, longeva. Entre sus nombres, además del de Grant, destacan los de Jason Kidd o Juwan Howard, aunque el número uno se lo quedara Glenn “pichichi”, como le gustaba llamarle a Montes, Robinson. Sin embargo, a pesar de la facilidad anotadora de éste, todos sabían que el futuro estaba en las manos de Jason y de Grant y así se lo hicieron saber a la liga en una primera temporada en la que tuvieron que compartir, no hubo manera de decidirse por uno u otro, el galardón de novato del año.
Más allá de por sus 19,6 puntos y 6,2 rebotes de media y por las lecciones aceleradas de defensa que recibió en Detroit de uno de los tipos que mejor frenaron a Michael Jordan, Joe Dumars, Grant Hill empezó a destacar por sus habilidades sociales y por su comunión con los medios. Así, si en Estados Unidos deleitó a la audiencia del Show de David Letterman con una impecable actuación al piano, en España conocimos la marca de refrescos “Sprite” gracias a sus anuncios.
Pero volvamos por un segundo a Detroit, la ciudad en la que cumplimentó su primer gran contrato como profesional. Allí, enfundado en la camiseta blanca de los Pistons, o la verde de visitante que tan de moda se puso en nuestro país, empezó a ser considerado una especie de salvador, un continuador de esos jugadores llamados a ir retirándose poco a poco. Entre ellos, claro, Michael Jordan. Precisamente, un antiguo mentor de Michael, Doug Collins fue el encargado de asumir la dirección técnica de la franquicia a partir del segundo año de Grant en la liga. No hubo química. Cada vez que el entrenador diseñaba una jugada para el número 33, el número 33 pasaba la bola. Cada vez que le pedía agresividad en rueda de prensa éste ponía calma y mesura. Una vez comprendido el mensaje, Collins, uno de los principales valedores del “Be like Mike” comprendió que su jugador franquicia podía dominar el juego de una manera más sutil, poniéndole la bola al jugador abierto, reboteando, capitaneando los contraataques,…
Y es que este chico amable, bien educado y protocolario, acabaría echando de menos (si no él, sí sus fieles seguidores) las enseñanzas que aporta la calle, el viejo y animal instinto de supervivencia que se agudiza cuando las balas valen tanto como la vida. De su parecido con los mejores jugadores del planeta cualquiera podía dar cuenta. En cuanto a las diferencias, nadie mejor que él para explicárnoslas. Éstas fueron sus palabras, en una entrevista concedida al Detroit Free Press pocos días después de finalizar su participación en el Dream Team de Atlanta 96. “Cualquiera de los jugadores del equipo sentía que era el mejor jugador del mundo. Muchas veces me sentí el jugador más maduro, a pesar de ser uno de los más jóvenes”. De hecho, aunque luego se retractaría, culminaría la entrevista diciendo: “Tuve que tomar distancia de aquel ambiente y me di cuenta de que les respetaba aún menos como jugadores que como personas”. No sé si Grant era consciente de que aquellos compañeros, cuyo talento para el baloncesto les salvó de ser carne de cañón, estaban disfrutando ahora de los focos que a él le acompañaron ya desde niño.
Sin embargo, la mayor amenaza a la que hubo de enfrentarse el joven jugador en su carrera no sería la enemistad de sus compañeros de profesión. Ni siquiera su falta de agresividad o su talante excesivamente correcto. Cuando encaraba la última semana de competición de la temporada 1999-2000 Grant Hill se dañó su tobillo en un partido ante Philadelphia. En aquellos momentos su figura estaba a la altura de la de Allen Iverson y sólo por debajo, en cuanto a impacto en el juego, de la de Shaquille O´Neal. Tras forzar la situación y participar en la que resultaría enésima decepción del equipo en playoffs, su tobillo dijo basta hasta el punto de tener que renunciar a su participación en los Juegos Olímpicos de Sydney. Finalizadas sus seis primeras temporadas en la liga cosechaba números casi irrepetibles en los principales apartados del juego, aunque, eso sí, no había avanzado nunca de la primera ronda de playoffs.
Esta lesión de tobillo que se reproduciría con demasiada cadencia en las siguientes temporadas, contribuyó a que su papel en el estrellato de la liga fuera haciéndose cada vez más secundario. La irrupción de Vince Carter, la consolidación de Iverson y la creciente madurez de Kobe, junto a la lucha en las alturas entre Tim Duncan y Kevin Garnett y la dominación absoluta de O´Neal bajo los aros, le relevaron a este rol.
Tras un Sign and Trade entre Detroit y Orlando, Hill llevó su talento al estado de Florida (a cambio de unos doce millones de dólares al año) esperando formar junto a Tracy McGrady la mejor pareja exterior del campeonato. Cuarenta y siete partidos y tres temporadas después los Magic seguían esperando por la recuperación completa de unos tobillos que si un día le convirtieron en uno de los mayores saltadores, ahora estaban arruinando su carrera. En la temporada 2004-2005, de regreso a la normalidad competitiva (más bien a una nueva normalidad marcada por el dolor y la treintena de años), tras la recuperación definitiva de una infección que pudo acarrear consecuencias fatales, Hill demostró que aún poseía armas para aproximarse a los veinte puntos de promedio. Los fans le premiarían con la titularidad en el All Star, mientras la liga, claro, no pudo por menos que entrengarle el Trofeo Joe Dumars a la Deportividad.
Tras unos años marcados por dolencias en la espalda, en el tendón de aquiles y, nuevamente, en los tobillos, Hill, agente libre no restringido, declaró su deseo de firmar con los Phoenix Suns, el equipo de moda del momento. Las ganancias se redujeron, pero la felicidad se multiplicó exponencialmente. Allí regresaría a las dobles figuras en anotación, a correr la cancha con su elegancia habitual y a sentirse, de nuevo, un jugador importante. Curiosamente, Grant Hill tuvo que esperar a cumplir los 35 años para disputar su primera temporada completa en la liga, los 82 encuentros de la sesión 2008-2009.
En un equipo que defendía más bien poco, el bueno de Grant le tocó adoptar el papel de especialista defensivo. Así, en los playoffs de 2010, a los 37 años y tras superar su primera ronda de playoff después de seis intentos fallidos y 16 años en la liga, Grant Hill se enfrentaba a su gran oportunidad para recuperar la etiqueta de ganador que le acompañaba en sus años universitarios. Para ello, en base a su nuevo papel, debía defender, o al menos estorbar, a una de las mejores versiones que recordamos de Kobe Bryant. Hill, en la previa de aquella eliminatoria, parecía tener la clave: “No desistir. Ésa es la manera”. Y aunque Kobe anotara más de treinta puntos en cinco de los seis partidos me atrevería a apostar por que el veterano jugador no desistió, por que fue cosa de la inspiración del genio, que los habría anotado frente a cualquiera, por muy joven que éste fuera o por muy sanos que tuviera los tobillos. Aquella eliminatoria por el título de la conferencia, en la cumbre competitiva de su carrera, bien podría haber supuesto un perfecto final para el idilio de Grant Hill con el baloncesto.
Pero no. Dos años más en Phoenix y una última oportunidad en los Clippers han terminado por cerrar el círculo de una carrera construida y diseñada para la gloria. Gloria que alcanzó en forma de dos campeonatos universitarios, el galardón de rookie del año, un oro olímpico y múltiples participaciones en el fin de semana de las estrellas. Gloria que, quizá, a algunos, entre ellos su padre, sepa a poco.
Una educación excesivamente meticulosa, elitista y protectora, la sucesión de lesiones en el tobillo y una falta de ambición provocada por la precocidad con la que hubo de enfrentarse a los focos, nos hacen pensar que Grant Hill pudo ser más de lo que finalmente fue. En cambio, ahora, saciado definitivamente el apetito baloncestístico, Grant Hill tiene ante sí una prometedora carrera en el Partido Demócrata. Si logra digerir la bilis que salpica el intramundo de la política su carisma y educación harán el resto. Quizá, al frente de lo público, como cabeza visible de una colectividad, pueda sentirse al fin cómodo siendo quien es. Porque a Hill, a pesar de los intentos frustrados de padres, entrenadores y aficionados, lo que siempre le gustó fue ponerse al servicio de los demás. No ser una estrella. Mucho menos Mike.
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