“Antes tocábamos por dinero, ahora tocamos para vivir”
(Jack Straw, Grateful Dead)
A pesar de haber nacido en La Mesa, a escasos kilómetros de la costa, en el sur de California, Bill Walton es un hombre de montaña. No por tener un maxilar extremadamente afinado, una barba habitualmente desaliñada, o una larga y rizada cabellera pelirroja. William Thedore Walton es un hombre de la montaña porque su infancia son recuerdos de laderas salpicadas de secuoyas y de glaciares supervivientes del calentamiento global en el entorno del Yosemite Valley. Ahora, décadas después, Bill sigue acudiendo puntualmente cada verano a las estribaciones de la Sierra Nevada para desintoxicarse de la polución que impregna el día a día y disfrutar caminando en bicicleta junto a su esposa mientras tararea temas de Neil Young, Bob Dylan o de sus idolotrados Grateful Dead.
De su padre Ted, al que definió como el hombre menos atlético que ha visto en su vida, heredó, no cabe duda, la afición por la lectura y el arte. De su madre, Glory Ann, el gen competitivo que le condujo a batallar a vida o muerte, tanto en la cancha como fuera de ella, por un balón o una idea. De ambos recibió una educación basada en los valores cristianos.
“El primer tiro que realizó en su vida fue un lanzamiento desde el medio del campo en una cancha pública cuando tenía siete años”, comentaba orgullosa su madre hablando de Bill para un reportaje de televisión. Daba por sentado que lo metió. Aquél fue el inicio de una fulgurante carrera que vivió un punto de inflexión definitivo cuando durante uno de esos veranos en la montaña creció más de veinte centímetros hasta superar la siempre icónica barrera de los dos metros. Tenía catorce años.
A pesar de que muchas voces críticas a lo largo de su carrera se elevaron para insinuar que Bill jugaba simplemente por dinero, él siempre tuvo claro lo que el baloncesto representó y aún representa en su vida: puro placer. Por puro placer defendió con todas sus fuerzas la camiseta del Helix High School hasta conducirlo a dos campeonatos de distrito y a 44 victorias consecutivas. De hecho, cuando el salón de la fama del deporte de instituto abrió sus puertas, Bill Walton fue el primer californiano que las cruzó. Los 50 puntos y 34 rebotes de su último partido en Helix quizá puedan ser una pista del porqué.
Por entonces, justo antes de ingresar en la universidad, Bill Walton ya se había autodefinido como un rebelde insatisfecho con un sistema degenerado que pretendía convertir la felicidad en una mercancía susceptible, como otra cualquiera, de ser comprada con dinero. El gigante pelirrojo seguía una estricta dieta vegetariana, vestía cintas de pelo de diferentes colores y participaba en todas las manifestaciones en contra de la Guerra de Vietnam y las políticas de Nixon, así como en todos los conciertos de Grateful Dead. UCLA era el destino natural para sus 2,13. Habían pasado apenas dos años desde que Lew Alcindor (Kareem Abdul Jabbar) había abandonado la escuela y los Bruins ya echaban de menos la presencia intimidadora de otro pívot dispuesto a marcar una época en el baloncesto universitario. Walton no lo dudó.
Con John Wooden hemos topado. Eso debió pensar el joven pelirrojo en su primer día en el equipo cuando el entrenador condujo a los seis jugadores de primer año al vestuario y empezó a explicarles cómo ponerse los calcetines y de qué modo atarse las zapatillas. Allí, repitiendo de manera casi ritual el acto de generar lazos con los cordones, empezaría una relación cuanto menos curiosa entre un entrenador conservador y fiel a sus principios y un joven hippie igualmente leal a sus ideales. Este choque vivió varios momentos culminantes.
“Era temprano”, confesaría Bill años más tarde. Una mañana, el indolente Walton decidió presentarse en el entrenamiento con una poblada barba. “Estoy en mi derecho”, espetó ante la retadora mirada de su entrenador. “¿Estás seguro de ello?” le preguntó Wooden. El pívot asintió. “Está bien Bill, admiro a la gente que tiene firmes convicciones y pelea por ellas. Yo también soy uno de ellos. Así que lo siento, te vamos a echar de menos”. Lógicamente, Bill se dirigió a su habitación para hacerse con crema de afeitado y una cuchilla.
Aquella tormentosa relación terminó por estrecharse cuando un decidido Wooden acudió a la penitenciaría de Los Ángeles para interesarse por uno de los 51 alumnos que habían sido arrestados por tomar a la fuerza el edificio de administración de la universidad. Sí, pueden adivinar de quién se trataba. Y sí, el mago de Westwood obró un nuevo milagro gracias a su poder e influencia.
Muchos se preguntaron entonces si Wooden hubiera hecho lo mismo por un jugador mediocre de 1,80. Lo cierto es que el impacto de Walton en el juego recordaba mucho al que habían ejercido Russell para la Universidad de San Francisco y Alcindor para la propia UCLA. Sirvan, si no, como ejemplo, las palabras del por entonces entrenador de Houston Rockets e ingeniero, a posteriori, del famoso esquema táctico bautizado como triángulo ofensivo: “Una de las razones por las que abandoné mi trabajo en Washington State fue el conocer el enorme jugador que venía. Deduje que tendría más oportunidades de ganar la NBA contra Kareem que la Pacific Eight (una de las conferencias de la liga universitaria ahora con diez equipos) frente a Bill Walton”.
No se equivocaba Tex Winter en dicha afirmación. UCLA establecería el asombroso récord de 88 victorias consecutivas a caballo entre las temporadas de 1972 y 1974. En las dos primeras obtendría el campeonato, siendo célebre el partido por el título de 1973, el partido casi perfecto de un Bill Walton que anotó 44 puntos en una serie de 21 aciertos sobre 22 tiros de campo amén de capturar 13 rebotes (anotó además tres mates que fueron anulados en virtud de la vieja regla). Fue durante las celebraciones de esa victoria cuando llegaron a oídos del pívot los primeros cantos de sirena procedentes de la NBA. Fueron los sixers quienes enviaron una embajada con la intención de convencer al entorno de Bill para que firmara por el equipo de Philadelphia. Le aseguraban que estaban allanando el camino para que Julius Erving dejara la ABA y jugara para ellos. Pero Walton decidió seguir un año más y graduarse. “No puedo irme antes de tiempo de esta universidad. Si hasta alquilaron la suite presidencial para que descansara bien la noche anterior al partido”.
En la temporada de 1974 las lesiones se hicieron nuevamente presentes. Como en el instituto. Como en el verano de 1972 cuando no pudo acudir a los Juegos Olímpicos de Munich. Como a lo largo de toda su vida. De hecho, ninguno de los doctores que le revisó durante su niñez habría apostado un dólar porque este pelirrojo de pies pronunciadamente arqueados pudiera hacer deporte a nivel profesional. No se equivocaban demasiado.
Aquellas lesiones marcaron el fin de la senda victoriosa. La falta de continuidad condujo a un descenso en el rendimiento que la North Carolina State de David Thompson y Tom Burleson supo aprovechar. La dinastía tocaba a su fin y el ciclo universitario de Walton se cerraba con dos títulos y tres merecidos honores de MVP. Sólo el historial de lesiones en tobillos (varios esguinces severos), rodillas (tendinitis) y, especialmente en los pies, sembraron de sombras la pista de aterrizaje de Walton en la NBA. Aun así los Blazers lo tuvieron claro y vieron en él a alguien capaz de alterar rápidamente el destino de una franquicia perdedora.
En su año rookie, pese a un inicio prometedor, las lesiones limitaron su presencia en cancha a unos míseros 35 partidos. Huesos astillados en sus dos pies, tendinitis en las dos rodillas y una nariz rota (la primera de las trece veces en que se la fracturará) eclipsaron unos promedios de 12,8 puntos, 12,6 rebotes, 4,8 asistencias y 2,7 tapones más que dignos para un novato. Tom Meschery, entrenador ayudante, trató de convencerle para jugar con dolor, pero Walton se negaba una vez tras otra en aras de su salud. Tras otra buena temporada en términos estadísticos, pero con malos resultados a nivel de equipo y marcada, de nuevo, por problemas físicos, Jack Ramsay se haría con las riendas del colectivo sin saber que la temporada que estaba a punto de comenzar, la 1976-1977, sería la del nacimiento de la Blazermania.
“No dé por hecho que lo sabemos todo”. Ésas fueron las primeras palabras que Bill Walton cruzó con el nuevo entrenador demostrando su total disposición a formar parte de algo muy grande. Si Bill Walton era el motor del equipo, una navaja multiusos capaz de anotar, rebotear, intimidar y pasar la pelota, Maurice Lucas, su compañero en el frontcourt recién llegado de la ABA, fue el alma de aquellos Blazers que consiguieron ser un equipo reconocible por su estilo, su carácter y por poseer un encanto muy particular. Tras vengarse deportivamente de David Thompson, escolta de los Nuggets, en las semifinales de conferencia, Walton contribuyó a que su equipo barriera la serie contra los Lakers en la final del oeste tras igualar el emparejamiento con su ídolo Kareem Abdul Jabbar. Aún esperaba un viaje de más de 4.500 kilómetros a la ciudad del amor fraterno, una Philadelphia que años antes podía haber sido su destino. Los dirigentes de los Sixers no le habían engañado. El Doctor J era un verdadero ídolo en el Spectrum y junto a un magnífico reparto que incluía a jugadores de la talla de George Mcginnis, Henry Bibby (antiguo compañero de Walton en UCLA y padre de Mike), Lloyd Free, Doug Collins, Mike Dunleavy o Darryl Dawkins había conducido a su equipo hasta el indiscutible papel de favorito. Un 2-0 inicial para éstos hacía prever un desenlace rápido, un fulminante epílogo para la historia de los chicos de Portland. Pero éstos se resistieron y lograron algo que a fecha de hoy sólo han conseguido dos equipos en la historia, remontar un 2-0 en contra en las finales (De hecho antes de los Blazers sólo lo habían conseguido los Celtics en 1969). En el sexto partido, como en todas las grandes ocasiones y siempre que su resentida salud se lo permitió, Walton elevó su nivel de juego hasta firmar 20 puntos, 23 rebotes, 7 asistencias y 8 tapones. Así, a aquellas primeras palabras de Bill le siguieron las últimas de su entrenador en pleno éxtasis: “Bill Walton es el mejor jugador, el mejor competidor y la mejor persona que he entrenado nunca”.
Bill Walton empezó la temporada siguiente jugando aún mejor. Disputó 58 de los primeros 60 partidos de su equipo firmando 19 puntos, más de 13 rebotes, 5 asistencias y 3,5 tapones por encuentro. Por entonces el récord del equipo era de 50 victorias por sólo 10 derrotas. Otra vez el pie izquierdo le privó de un nuevo anillo. La Blazermania habría de tomarse un período sabático. Lo que no sabían en Portland es que sería definitivo. La lesión fue el detonante de un áspero enfrentamiento entre Walton y el club. El jugador afirmó que los médicos no hacían más que infiltrarle para que jugara a pesar de estar lesionado. “Su ineptitud está poniendo en juego mi carrera”. El descontento del jugador hacia el cuerpo técnico se extendió al conjunto del estado por lo que a pesar de estar muy agradecido a los fans y tras una temporada 1978-1979 en blanco, decidió unilateralmente abandonar la franquicia y volver a la progresista y liberal California firmando por los San Diego Clippers. “En Portland era un tipo raro, al menos en California volveré a ser un tipo normal”. Desde las oficinas de los Blazers también decidieron afrontar la situación con ironía. “Al menos este año veremos a Bill Walton un par de veces en el pabellón”.
Los años en San Diego también fueron complicados. Los entrenadores trataban de mimarle haciendo que jugara una vez por semana. Retomó el consumo de carne y complementó su dieta con infinitos aportes de manganeso, calcio, flúor o hierro. Sin embargo, a pesar de estos cuidados, sus promedios no hacían más que desplomarse a causa de sus problemas de salud. Bill necesitaba un nuevo reto y Red Auerbach tenía un plan.
En el otoño de 1985 Bill Walton comenzó su última andadura en un equipo NBA. Sería en la otra punta del país, en la gélida y lluviosa Nueva Inglaterra y sin su número fetiche, un 32 que en los Celtics era propiedad de un tal Kevin McHale. En aquellos Celtics, Walton disputaba una media de 20 minutos, siempre en la posición de center, compartiendo la mayor parte de las veces pista con Bird y McHale. Si la circulación de balón fuera un delito, aquellos Celtics habrían sido encarcelados por hacer apología del mismo. Aquella oda al pase extra derivó en 66 victorias y un nuevo campeonato para los de Boston. McHale y Bird lo reconocieron más tarde. “Cada noche jugábamos duro porque queríamos ganar por Bill”. Pero Bill, nombrado mejor sexto hombre de la temporada, también tuvo mucho que ver. No en vano, finalizada la temporada, Larry Bird declaraba: “Bill Walton es la clave. Si le respeta la salud podemos ganar varios títulos más”. No se cumplió la premisa y por ello, claro, la conclusión fue la contraria: 22 años de sequía (algo que también podemos achacar a la prematura e inesperada muerte de Len Bias, a la lesión en el pie de Kevin McHale en la temporada siguiente o a los continuos problemas de espalda de Bird).
En 1990, tres años después de haber puesto punto final a su carrera, Bill Walton se sometió a una nueva operación en su pie izquierdo. La rehabilitación habría de durar mucho tiempo. A los 37 años viviría casi como un inválido, con una movilidad muy reducida. No se rindió. No lo hizo nunca. Tampoco cuando en el instituto era incapaz de hablar en público. Años después, a base de tesón, lectura y buen asesoramiento, Bill Walton empezó a caracterizarse por ser un buen conversador, un atractivo narrador de historias. De hecho, el final de su carrera como jugador no supuso una ruptura dramática con el baloncesto. Enseguida le ofrecieron puestos como comentarista de partidos y en 2001, ante la atónita mirada de John Wooden, Bill Walton recogió el premio Emmy al mejor comentarista deportivo en televisión. Su viejo entrenador, perplejo, sólo pudo decir: “Es curioso como un hombre que apenas podía pronunciar una palabra es incapaz ahora de dejar de hablar. Esto demuestra que es cierto aquello de que nunca se sabe”.
Aquel Emmy habría de unirse a sus tres trofeos de mejor jugador universitario, al MVP de las finales de 1977, al MVP de la temporada 1977-1978, al premio de mejor sexto hombre en 1986 y a su entrada en el Hall of Fame de Springfield en 1993. Sin embargo, para Bill, la verdadera victoria es haber podido educar a cuatro hijos y también, por qué no, poder decir que ni la fama ni el dinero le han cambiado. A sus sesenta años Bill Walton sigue pensando igual que cuando tenía diecisiete. Aborrece el sistema capitalista, defiende el medio ambiente, no entiende ninguna forma de discriminación y continúa amando el baloncesto, un deporte que practicó no para ganar dinero y sí para vivir. Un deporte que dominó siempre que las lesiones se lo permitieron.
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