
Sucedió en Monroe, Louisiana, como bien pudo haber sucedido en Georgia, Alabama o Mississippi, es decir, en cualquier bastión demócrata, en cualquier estado partidario de la Confederación durante la Guerra de Secesión (1861-1865) en el que las familias blancas adineradas se aprovechaban del trabajo esclavo de los negros en las infinitas plantaciones de algodón, té o tabaco.
Curiosamente no fue el final de la guerra, con la derrota de los estados del sur, el que acabaría con el modelo latifundista injusto y esclavizador que tan bien describiera Mark Twain en sus novelas. Habría que esperar mucho más tiempo para que se hiciera efectiva la igualdad de derechos entre ambas razas que hoy simboliza, mejor que nadie, el presidente Barack Obama.
Es ésta la historia de un saltador de altura que dejó de superar listones en la pista de atletismo (durante un tiempo estuvo en posesión de la segunda mejor marca mundial) para elevarse sobre los aros de una cancha de baloncesto provocando el terror entre sus rivales. Es ésta la historia de un negro que ve la luz en plena Gran Depresión, que se ve forzado a emigrar a Oakland, el ghetto afroamericano de Los Ángeles, y que, finalmente, encontrará en Boston esa isla de libertad y tolerancia donde, no sin dificultades, podrá llevar a cabo su verdadera misión. Custodiar el secreto.
No fueron sencillos los inicios de la carrera de William Felton Russell. Huérfano de madre desde los doce años reconoce como una decisión vital en su carrera el hecho de que el entrenador George Powles le mantuviera como decimosexto jugador de una plantilla de quince en su segundo año de instituto pues de lo contrario, tal y como confiesa Russell, su vida hubiera sido bien distinta, quizá la de un anónimo delincuente que jamás habría, siquiera, soñado con pisar el Garden.
Gracias a su físico y a su entregado esfuerzo en pos de conseguir un cierto repertorio de movimientos, pronto Bill Russell empezaría a ser considerado uno de los mejores jugadores de su generación hasta el punto de que en 1952 viajaría de gira con los mejores jugadores del estado, gira en la que sería seguido muy de cerca por el ojeador de la Universidad de San Francisco. Fue entonces cuando recibió su primera beca y cuando comprendió que había de seguir trabajando duro si quería escapar de las garras de la marginación y el hambre.
Alimentado por toda una serie de acciones racistas contra él y sus compañeros afroamericanos, Bill Russell empezó a actuar como un tirano dentro de la cancha. Conquistó dos campeonatos de la NCAA siendo nombrado mejor jugador universitario en su año senior y ayudó a su equipo a conseguir el récord nada desdeñable de 55 victorias consecutivas. Al propio John Wooden no le dolerían prendas al afirmar que Russell fue el mejor jugador defensivo que pudieron ver sus ojos mientras que a los rectores de la liga universitaria se les ocurrió ampliar la zona (ya estaba prohibido mantenerse más de tres segundos tanto en defensa como en ataque) y crear la norma del «goal tending» (todo balón que está en trayectoria descendente que sea tocado por un jugador será declarado como tapón ilegal y sumará canasta para el equipo contrario).
En el draft de 1956, Red Auerbach, otro de los custodios de ese secreto del que luego os hablaré, ofreció a sus dos mejores jugadores (Cliff Hagan y Ed Macauley) a cambio de la elección número 2 de los Sant Louis Hawks que no fue otra que Bill Russell. Éste, sin embargo, no firmaría su contrato con los Celtics hasta diciembre de 1956 toda vez que, como amateur, (tal y como exigía el reglamento de los Juegos Olímpicos) ayudó a sus compañeros a alzarse con el oro en Melbourne. La final de 1957 no podía haber sido otra y Celtics y Hawks se verían las caras en una serie que se alargó hasta la segunda prórroga del séptimo partido y que se resolvió por acciones épicas tanto de Heinshon anotando como de Russell taponando, así como por golpes de fortuna, pues el tiro de Bob Pettit que empataba el partido y forzaba la tercera prórroga se salió literalmente del aro.
Y a partir de ahí, con las excepciones de 1958 (victoria de los St Louis Hawks con un Bob Pettit en plan estelar anotando 50 puntos en el sexto y decisivo partido) y 1967, primer año en que Russell empieza a actuar como entrenador-jugador y en el que se suceden toda una serie de tiranteces entre él y el resto de jugadores, los Celtics se alzan con once anillos de trece posibles, siendo él el único que puede presumir de haber sido parte integrante de todos ellos. En los dos últimos, además, lo hizo también como entrenador, cargo que por primera vez dentro del deporte profesional norteamericano posterior a 1929, ocupó un negro.
Con Russell descubrimos que la defensa es tan importante como el ataque. Bueno en el uno contra uno y ávido reboteador, Bill puede presumir de haber sido el mejor taponador de todos los tiempos. Digo mejor, porque lo de máximo (en virtud del registro estadístico es Hakeem Olajuwon) es algo que nunca llegaremos a saber dado que en aquella época no se cuantificaban. Y digo mejor porque Russell comprendió que de poco servían esos balones lanzados con rabia hacia la grada y se dedicó, bien a palmear el balón hacia arriba para luego cogerlo él mismo, bien a lanzarlo directamente a uno de sus compañeros para así montar rápidamente un veloz contraataque.
Más allá de sus logros, es su carácter el que le ha convertido en todo un referente. Su relación con los aficionados y con la propia ciudad de Boston pasó por altibajos impropios de alguien que estaba elevando a la franquicia del trébol a cotas que por entonces sólo podía igualar un club en el mundo, el Real Madrid. El hecho de querer vivir en un barrio de blancos burgueses hizo que pronto surgieran voces discordantes. Poco tiempo después de haber visto cómo su casa había sido desvalijada y pintarrajeada con motivos racistas Russell declararía a la prensa que Boston era como un mercadillo de racismo («a flea market of racism»).
Siempre arisco con los medios, Bill prefería dar la mano a los aficionados y hablar con ellos a firmar un frío autógrafo. No acudiría ni a su retirada de camiseta en 1972 (sí, en cambio, hizo acto de presencia en un segundo acto que le ofrecieron en 1999), ni tampoco a la ceremonia de inducción en el Hall of Fame de Springfield, institución a la que tenía en muy baja estima al creer que había infravalorado a algunos deportistas negros que también hubieran merecido tal honor.
Su rivalidad con Wilt Chamberlain pasaría a la historia como la oposición entre dos grandes leyendas que concibieron un mismo deporte de manera casi opuesta. Si para Bill Russell el baloncesto fue siempre una forma de vida en el que sólo valía ganar, para Wilt fue el camino más corto para alcanzar la fama. Así, el más pequeño, el menos fuerte y el menos talentoso venció una vez tras otra al Hércules de Filadelfia demostrando que defensa, trabajo y equipo son los tres sustantivos de los que se constituye el secreto. Ese secreto.
En su libro «Red y yo» Russell pone de manifiesto que fue Auerbach quién le transmitió las claves para ser el paradigma de ganador. Fue su maestro, un blanco de Brooklyn, la persona más influyente en su vida. El secreto pasó de Red a Bill y éste, aún hoy con 77 años, sigue guareciéndolo de todo aquel jugador que lo quiera utilizar con fines más allá de lo deportivo (por qué será que viene a mi cabeza una imagen de Lebron). Es por eso, que en estricto cumplimiento de su misión, sólo unos pocos jugadores y entrenadores han accedido a esta información confidencial desde que éste se retirara en 1969. Quizá Kareem accediera a él, seguro que Magic y Bird lo hicieron, también Phil Jackson. Y de Jordan, qué decir, creo que a él no le hizo falta ni siquiera consultar el contenido. Observad en el siguiente vídeo cómo Garnett escucha a Russell como si estuviera en frente de alguien muy especial.
Ni la medalla de la libertad ofrecida por el Congreso y entregada por el presidente Obama, ni la futura estatua que pronto se levantará en las calles de Boston en su honor y tampoco el hecho de que el galardón de MVP de las finales lleve su nombre serán logros que Bill recordará en su lecho de muerte. Sí, en cambio, sonreirá orgulloso por haber contribuido a la igualdad entre razas y, sobre todo, porque si una palabra ha definido su vida dentro y fuera de la cancha, ésta ha sido GANADOR.
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