
Siempre contamos los días que faltan para el próximo puente, la Semana Santa (hasta los ateos), el verano o las navidades; en cambio jamás me he topado con ninguno que cuente impaciente los días que le restan para ir a trabajar, aunque ahora con lo caro que está el trabajo alguno lo haga. Algo así ocurre cuando uno paga una entrada o abono para ir a ver un partido de baloncesto, supuestamente es ocio para algunos y pasión para otros muchos. Vamos a destriparlos.
Los que buscan el ocio, cogen a los niños, la parienta o pariente y arrean (mirando antes los horarios porque es de locos) camino del pabellón con la sana intención de olvidarse de la hipoteca, el jefe y la vecina durante un par de horas. Es posible que hubieran pensado en ir al cine porque llovía, al campo porque hacía un día estupendo o de tiendas, ya que necesitaban unos pantalones para el niño y una falda para la niña. Pero no, deciden ir al baloncesto porque les han dicho unos amigos que se pasa genial. Se colocan en sus localidades y ven a unos tíos altos saltando como locos en un ritual de dos filas donde unos la hunden para abajo y otros recogen lo hundido para dárselo al siguiente. “Como saltan” dice el niño a su padre, y el papá asiente. Y comienza el partido y ven como, sin tener tiempo de parpadear, un equipo y el otro no paran de hacer canastas desde todas las partes del campo. Y hasta la madre, que es más de Julia Roberts, abre la boca de admiración que no de aburrimiento. La mascota del equipo hace carantoñas a los infantes entre canasta y canasta; para colmo de bienes el cabeza de familia llena las manos de todos con palomitas y refrescos mientras las cheerleaders lo emboban y el alero macizo, del equipo local, pasa a escasos milímetros de la madre que de baloncesto no entiende pero si de arte. El resultado, claramente ganador, esa familia volverá otro día de sol o lluvioso a ver aquello que les divirtió.
Estos son por los que debe luchar el baloncesto, son legión, no entienden (ya entenderán) lo que es jugar con cuatro abiertos, ni conocen la 2-3, buscan divertirse que es mucho. No se enteran de sistema alguno, pero si aprecian cuando los aros echan humo y las dos horas se convierten en dos minutos. Nadie lleva a sus hijos a los columpios para que no se monten, ni va al cine a una mala película. En esto nos gana la NBA. Allí el personal va a ver a sus grandes jugadores, jamás el manejo de las pizarras; paga su entrada por un espectáculo global, y sin duda, si ganas estupendo pero si pierdes no se acaba el mundo mientras salgas con el show en la boca.
Los apasionados son aquellos que sueñan con su equipo, no comen si su equipo pierde y anteponen al ganar por encima de lo que vean aunque les ciegue (no en todos los casos). Estos son imprescindibles, no fallan, aunque sean siempre los mismos, y únicamente tienen un problema que cuando su equipo no gana se debilita su pasión. A estos les digo que ganar, gana uno y que por lo menos si su equipo les divierte ya tienen mucho ganado aunque lloren sus vitrinas. Cuando el concepto de juego pierde su sentido, hay pocos estómagos que lo digieran por mucha bufanda que se lleve anudada al cuello.
Soy consciente que nadie tose al ganador y que una copa hace olvidar mucho aburrimiento padecido, pero a la larga el cine, el campo o las tiendas acaban llevándose la partida. Con la diversión ganamos todos, con el aburrimiento igual gana uno pero pierden las gradas, las audiencias y el baloncesto.
Escrito por Mikel Cuadra (@mikelcuadra)
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