Arvydas Sabonis, en los límites del mundo conocido


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De haber vivido Arvydas Sabonis en la época antigua, cuando los límites del mundo conocido representaban una especie de frontera emblemática, casi sagrada, su portentosa figura no habría pasado desapercibida para el historiador romano Plinio quien en su obra cumbre, Historia Naturalis, nos regaló una descripción más o menos detallada de toda una serie de entes mezcla de realidad y mito que habitaban en la periferia del mundo, en la “terra incógnita”, y a la que los viajeros e historiadores dotaban de facultades infrahumanas como tener un solo ojo o poseer una planta de pie desproporcionada que les servía de sombrilla.

Y es que este lituano (muy lituano) de Kaunas jamás pasó desapercibido. Al menos, sobre una cancha de baloncesto, el lugar donde un gigante de sus dimensiones puede encontrarse más cómodo y útil hasta el punto de considerarse a sí mismo no como un monstruo y sí como un privilegiado de la evolución. No lo hizo ni siquiera cuando en plena adolescencia fue convocado para el Mundial de Colombia de 1982 que la URSS venciera derrotando en la final al equipo universitario de Estados Unidos con Doc Rivers, Antoine Carr y John Pinone como estrellas. Aquella convocatoria formaba parte del plan de desarrollo dirigido, aunque no siempre controlado, al que se vio sometido el gran Sabas para llegar a ser el jugador más dominante del planeta baloncesto. Allí, en el altiplano caleño, tuvo como maestros a los ucranianos Tkachenko y Belostenny y al ruso Myshkin, tres héroes que no pudieron desafiar a la selección de Bobby Knight en los Juegos Olímpicos de 1984 a causa del boicot.

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Habría que esperar a 1985 para que el mundo conociera el verdadero potencial de este producto aventajado de la naturaleza. En el Europeo de Alemania, con sede principal en Stuttgart, Sabonis demostró su progresión siendo nombrado MVP del torneo. La URSS dominó el campeonato (sólo perdió contra España en primera fase) y se paseó durante las series eliminatorias con ventajas no inferiores a los dieciséis puntos.

Mientras tanto, en la frontera nororiental del viejo (no más que el resto) continente, detrás del telón de acero y en medio de un ambiente de apertura y transparencia  encabezado por la llegada al poder de Mikhail Gorbachov, el CSKA veía cómo un equipo emergente, el Zalguiris, estandarte de una pequeña nación ubicada a orillas del Mar Báltico, rompía con su hegemonía en el trienio 1985-1987, un período que marcaría, para bien y para mal, la carrera del de Kaunas.
Así, aunque quedaban lejos ya los tiempos de Don José Stalin, el régimen de la hoz y el martillo exprimió al límite al joven Sabonis quien a los 22 años ya había disputado tres campeonatos de Europa y dos del mundo en un despliegue físico que más tarde le acabaría pasando factura. Sin embargo, su primera gran decepción no tuvo nada que ver con el exceso de partidos y entrenamientos. Tras vencer al gran Madrid de los ochenta, el Zalguiris Kaunas afrontaba en 1986 su primera oportunidad para hacerse con la Copa de Europa ante la Cibona de Zagreb de un tal Drazen Petrovic a quien el propio Sabonis tildó en la previa del encuentro de “individualista, provocador y payaso”. Pues bien, si en esa lucha en la distancia que ambos mantuvieron por el título de mejor jugador europeo hubo algo en lo que Drazen se desenvolvía mejor era en la guerra psicológica, en el otro basket. En medio de un partido muy caliente (a lo que Petrovic contribuyó en gran medida), Nakic punteó un tiro de tres para luego salir al contraataque gracias al rápido rebote de su compañero en la pintura. Sin embargo, éste no podría completar la acción debido a una dura falta de un jugador lituano a la que éste respondió con un codazo. Un codazo que no le saldría gratis pues un gigante de 2,21 dotado de facultades físicas sobrehumanas corrió poseído la cancha para tumbar de un puñetazo al jugador croata. Sí, se trataba de Sabonis. Y sí, tuvo que abandonar la cancha dejándole el camino despejado a Petrovic para que éste se hiciera con el título a pesar de los 27 puntos, 12 rebotes, 3 asistencias y 3 tapones que iluminaban la estadística del de Kaunas en aquel instante. Y no, no es cierto, Sabonis no fue un jugador duro ni agresivo, más bien un santo que pudo aguantar palos y más palos bajo los tableros gracias a un carácter hierático y afable que le permitió sobrevivir a la violencia, en ocasiones gratuita, con la que muchos intentaron frenarle.

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Aquella derrota vendría seguida de una dulce venganza. Sería en el verano del 86, con el Palacio de Deportes de Madrid como escenario y con un ambiente especialmente caldeado en contra de Petrovic, enemigo público número uno en la capital de España por sus enfrentamientos europeos frente al Real. El marcador, igualado hasta los instantes finales, parecía dibujar un desenlace color plavi (azul en yugoslavo) cuando a falta de 50 segundos el equipo de Drazen, Cutura o Divac, entre otros, ganaba por nueve puntos. Sin embargo, un partido llamado a ser un partidazo terminó siendo un clásico de nuestro deporte gracias al tragicómico desenlace que nos deparó. Un triple de Sabonis vino seguido de otro, tras robo, de Tikhonenko. De esta manera el marcador se estrechó hasta el exiguo margen de tres puntos, pero todo estaba bajo control. En aquellos tiempos el equipo que recibía una falta personal podía decidir no tirar los tiros libres y seguir poniendo la bola en juego. Sin embargo, un inexperto Divac (¿qué hacía en el campo en aquellos momentos calientes?) recibió la bola y la puso en el suelo de manera inexplicable para liarse hasta el punto de cometer una infracción de “dobles” que puso la bola a disposición de la URSS entre el algarabío de la afición española. Y en estas ocasiones ya se sabe, el destino no perdona. Menos aún si éste depende de la mano de Valters, quien tras aprovechar un bloqueo directo se detuvo tras la línea de tres para forzar un tiempo extra que asesinó las opciones y la moral de los jugadores yugoslavos que no pudieron hacer nada en la prórroga para superar este duro golpe. Al grito de “¡Rusia, Rusia!” lituanos como Sabonis, Chomicius o Kurtinaitis, el kazajo Tikhonenko, el letón Valters o el ucraniano Volkov fueron despedidos como dioses tras defender de manera titánica una bandera que cada vez les representaba menos, pero a la que sirvieron con dedicación soviética hasta que la disolución de la vieja URSS se hizo firme.

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Precisamente fue el yugo soviético el que impidió a Sabonis emigrar en su apogeo hacia la liga que estaba llamado a dominar, la NBA. Tras ser elegido en cuarta ronda en el draft de 1985, la propia liga anuló aquella elección de los Atlanta Hawks en atención a su juventud. Aquella decisión propició que fuera elegido por los Portland Trail Blazers en la primera ronda del draft de 1986 (número 24. Drazen fue elegido también por los de Oregón en la posición decimotercera de la tercera ronda) para cubrir las continuas lesiones de un Sam Bowie (el jugador que fuera elegido por delante de Michael Jordan en 1984) que nunca pudo rendir al nivel esperado. Los últimos ecos de la guerra fría privaron al mundo del baloncesto de vivir duelos como los que hubieran librado el mejor Sabonis con Ewing, Olajuwon, Robinson y, más tarde, Mourning u O´Neal. Bueno, los ecos y la rotura definitiva del tendón de Aquiles del pívot lituano en el otoño de 1986. Esta lesión, mal curada, marcó el inicio de un carrusel de dolencias en otras articulaciones que afectaron a su juego hasta el punto de tener que refundarse a sí mismo en una especie de ordenador andante (correr apenas podía) que aun podía intimidar, meter triples, dar asistencias sin mirar y anotar ganchos jabbarianos ante cualquier pívot atlético.

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De hecho, de no haber sufrido esta lesión y de haber dispuesto de total libertad para haberse marchado a los Estados Unidos, Sabonis nunca hubiera pisado el Huerta del Rey de Valladolid y, probablemente, jamás se hubiera enfundado la camiseta del Real Madrid (otro paralelismo con Petrovic). Su periplo por el Fórum Filatélico de Valladolid condujo a este equipo modesto a la semifinal de la Copa Korac. Por su parte, en la capital de España, Sabonis formó junto a la dupla interior más letal que se recuerda en la sección. De hecho, rodeados por unos cuantos españoles sin un talento especial conquistaron la octava y última Copa de Europa, un recuerdo del que todavía deben alimentarse los aficionados del conjunto blanco.

Retomemos, antes de hablar de su etapa NBA, su camino con la selección. Lesionado, Sabonis no podría disputar el Eurobasket de 1987 y su participación en los Juegos de 1988 pendió de un hilo hasta unas fechas antes. Allí, cojo, le demostró a un tal David Robinson que podría haber dominado la liga de haber estado al cien por cien de sus facultades. Tres tapones consecutivos y unas cuantas canastas asistidas bastaron para imponer su presencia y para aupar a su equipo a una final olímpica que esta vez, al contrario de lo que ocurrió en 1980 cuando la Yugoslavia de Dalipagic y Delibasic les privara de vencer en casa, la URSS no dejaría escapar. El bronce de 1989 supondría su último éxito con el equipo soviético. Las pulsiones nacionalistas condujeron a la independencia de las repúblicas bálticas y esta disgregación, a su vez, al comienzo de la hegemonía yugoslava que ni siquiera su propia disolución pudo llegar a erosionar. Aun así, los bronces de los Juegos de 1992 y 1996 y la injusta plata en el Eurobasket de 1995 dejan entrever, al menos, el amplio potencial de la generación de Sabonis, Kurtinaitis y Marciulionis y de alguno de sus sucesores (principalmente Karnisovas).

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Dirijámonos ya a las faldas del Monte Hood, a la Portland de unos Blazers en eterna reconstrucción que apostaron por Sabonis, aun cuando éste ya había entrado en la treintena, por su aval de 2,21 metros de altura, pases de fantasía y por su infatigable pasión por el baloncesto a prueba de lesiones y contratiempos, de fracturas ideológicas y de derrotas dolorosas. Allí, junto a jugadores como Pippen, Rasheed Wallace, Ruben Patterson, Damon Stoudamire o Bonzi Wells estuvo a punto de adornar su palmarés con un anillo de la NBA. Un pésimo último cuarto ante los Lakers transformó una bella historia de amor en el cuento de lo que pudo ser y no fue, en una historia que se emponzoñó por las continuas ilegalidades de unos Jail Blazers más aficionados a la fiesta que al propio baloncesto, que agotaron la paciencia de un lituano educado, pese a su don, como cualquier otro lituano en la época de los planes quinquenales y la producción centralizada.

Y volvió. Volvió guiado por ese veneno que jamás abandonará sus venas. Volvió para probar si aún podía dar esos pases precisos a los cortes o meter algún triple que otro con esa bola que a él siempre le pareció tan pequeña. Volvió a Portland para ver si en 2003 sería posible. Volvió a Kaunas para ver si en 2004 podría conseguir lo que en 1986 se le escapó. Y si la experiencia con los Blazers puede quedar en el olvido, la rentrée en su ciudad natal fue simplemente gloriosa. MVP de las dos primeras fases de la Euroliga sólo otro final inesperado, al más puro estilo del que le dio el triunfo en aquella semifinal contra Yugoslavia en 1986, se llevó a Israel (a Tel Aviv) lo que debió quedar en casa, en la casa del Zar Sabonis.

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La NBA reconoció su figura en 2011 reservándole un puesto en su salón de la fama. Por lo que fue y por lo que debió ser. Por las lecciones que dio y por las que no llegó a dar. Por los partidos para la leyenda que nos legó y por los que podemos imaginar viendo a este monstruo que Plinio no llegó a conocer, revisando los vídeos que nosotros, al menos, podremos conservar. Quizá alguno de nuestros descendientes los vea algún día para escribir su propia compilación sobre seres sobrenaturales. En ella, seguro, no faltará Sabonis. El gigante que nació en los límites del mundo conocido.

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